La "solitudine"
- María Ivars Tur
- 26 abr 2021
- 3 Min. de lectura

Agustín sale del portal y camina despacio, arrastrando los pies. Sujeta una silla de playa plegada con el brazo derecho, se detiene en medio de la calle peatonal que pasa bajo su casa y mira hacia el cielo, arrugando la nariz y cerrando el ojo derecho, deslumbrado por el sol. Despliega lentamente la silla y se sienta mirando hacia el sol. Cierra los ojos y siente su calor sobre la piel mientras inspira profundamente. Se queda ahí sentado a esperar, a ver pasar a la gente, evitar la oscuridad de su hogar. Necesita alejar de su cabeza los pasos de sus nietos por el pasillo jugando con los coches y sus risas. Cuando se asoma para verlos, el pasillo vuelve a la realidad, sumido en un silencio en el que tan solo las motas de polvo bailan una triste canción alumbradas por los rayos de sol. Sus visitas esporádicas se han reducido a frías videollamadas con la entrada de este nuevo año y ya no soporta la compañía de sí mismo en aquel viejo piso. Escucha una risa infantil y se gira emocionado, pero tan solo es un señor que también mira emocionado una pantalla de teléfono del que sale ese maravilloso sonido.
Paco sigue andando hasta el semáforo. Mientras tanto, Valeria le enseña orgullosa, a través de la pantalla, su nuevo peinado con el flequillo castaño casi tapándole los ojos y las dos coletas a los lados de la cabeza. Le está contando que el Ratoncito Pérez la ha visitado antes de lo normal, pero está feliz mostrándole el hueco que tiene entre los dientes. Paco mira la luz verde y cruza la avenida sonriendo ante la inocencia de su nieta. Sigue andando sin prestar atención a su alrededor, tan solo escuchando las historias que le está contando la niña de tres años. Se pone la mano sobre el corazón, deseando poder abrazarla pronto, que los kilómetros que los separan ya no sean un impedimento y que ella pueda ver la felicidad en su cara sin una muralla tapando la mitad de su rostro. Sigue andando hasta que su nieta se despide con un sonoro beso en la pantalla, él se detiene, le lanza un beso a través de la mascarilla y cuando la pantalla se oscurece se aprieta el móvil contra el pecho intentando grabar ese momento en su corazón, al mismo tiempo que una lágrima se le escapa por el lagrimal. Se quita las gafas empañadas y mientras las limpia con la punta de la camisa se da cuenta de que una mujer le observa con ternura desde su silla de ruedas. Le sonríe tímidamente y sigue su camino.
María le sigue con la mirada hasta que desaparece y eleva la vista hacia las flores lilas y rosadas en forma de corazón de los árboles del amor, los cercis silicuastrum, que rodean el parque, dos puntos de luz llamándola desde el cielo entre las ramas. Observa cómo el viento las hace bailar en sus ramas. Las flores de esos árboles son algunas de las únicas pinceladas de color en su vida desde hace un tiempo. Su memoria viaja al pasado, junto a Guillermo, bajo un árbol similar jurándose amor eterno y planeando la vida juntos. Un escalofrío recorre su espalda al recordar el horrible accidente en el que perdieron a lo que más querían, tras el cual, aún sin tonos grises en el pelo debían enterrar a su mayor tesoro. La tristeza tintaba su mundo de gris, pero Guillermo era quién le daba color a su vida, hasta que la soledad en el hospital causada por este nuevo virus se apoderó de él, la tristeza le venció, ennegreció su corazón y lo detuvo para siempre. Sin embargo, parecía que esa soledad había decidido apoderarse de María de otra forma, poco a poco, la hundía lentamente en una ciénaga de tristeza y recuerdos difusos de los que no podía escapar. Sin saber a qué estaba esperando, únicamente oía susurros y ya quedaba poco color en su vida. Tan solo quería volver a verlos, que desapareciese el vacío en su interior y dejar atrás ese sentimiento. Esa soledad que se va apoderando del mundo, dejando una nada. Esa soledad que es como una desesperación que está destruyendo poco a poco este mundo y a las personas desde el interior.
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