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El duelo

Buenas tardes, señores abogados, su señoría, tribunal, y demás personas aquí presentes. Empezaré anunciando, en voz alta, lo más evidente: soy inocente de todos los actos que se me acusan. No quiero decir que la muerte del señor, eh, Díaz no haya sido a consecuencia de mis actos. Sin embargo, los motivos que ahora mismo detallaré, que me impulsaron a realizar el esmentado “crimen” son, sin ninguna duda, una perfecta y completa justificación para el mismo.


Siempre me ha gustado conducir. Un disco de música, mi podcast favorito, yo, mi coche y la carretera. Lo que más aborrezco, eso sí, es que exista otra gente que conduzca. Intermitentes que no se encienden, locos a velocidades desorbitadas, adelantamientos por la derecha... Como ustedes comprenderán, a veces los nervios salen a flor de piel y grito, insulto y pulso insistentemente el claxon de mi viejo Citroën hasta que me siento más agusto conmigo mismo. Tampoco creo que sea un bicho raro; cualquier otro, en mi misma situación, haría lo mismo.


¿Han viajado alguna vez por la Autopista Norte en dirección al río? Seguro que sí. Pues bien, sabrán entonces que, justo antes de cruzarlo, la carretera pasa de tres a dos carriles y, un poco más adelante, de dos a tan solo uno. En ese punto exacto se genera una enorme cola de tráfico, coches esperando su turno para pasar por ese inservible puente por el que tan solo cabe un vehículo.


Tan solo hay algo, una sola cosa que no puedo soportar de la gente que conduce. Puedes no poner el intermitente, acelerar para pasar un semáforo en ámbar, o cualquier otra cosa que se les ocurra; pero me parece ruin, muy ruin, aprovechar el carril que desaparece para adelantar la mayor parte de vehículos que esperan pacientemente en la cola.


Claro, a los que estamos ahí parados se nos queda cara de tontos cuando vemos que no es que tardemos tanto en avanzar porque el puente sea estrecho, sino porque la mayoría de gente opta, de la forma menos empática posible, por adelantar a todos los coches que puedan antes de colarse en el único carril disponible.


No voy a negar que venía acumulando rabia desde hacía días. Nunca, nunca dejo pasar a ningún coche delante mía que provenga del final del carril secundario. Es una cuestión de orgullo, una especie de justicia poética, si ustedes me entienden.


Sin embargo, el otro día, la cola era más larga de lo habitual, aunque yo, como siempre, me coloqué en última posición para esperar mi turno. Cuando llegué a la altura del puente… no se lo van a creer. Un Mercedes completamente nuevo, última generación, pretendía adelantarme. A mi, que cumplo rigurosamente con las normas. Y, como ya les he dicho, nunca permito que me adelanten, y siempre me pego al vehículo que tengo delante.


Así pues, fui acelerando, poco a poco, sin dejar espacio. Ya me empezó a molestar cuando el grasiento señor del Mercedes (el señor Díaz, ¿verdad?) empezó a pitar para que le dejase el paso, a lo que, evidentemente, me negué. Empezó a utilizar, entonces, la segunda táctica del caradura: intentar invadir mi carril a la fuerza para obligarme a frenar. Pero ah, caballeros, uno tiene su propio honor, y ya me lo había prometido a mi mismo.


Lejos de achacar sus infructuosos intentos, el hombre grasiento decidió que, si él no pasaba, yo tampoco lo haría. Hizo chocar, suavemente, su coche contra el mío, y poco a poco fue apartándome hacia el arcén sin que yo pudiese hacer nada más que frenar y salvar mi coche, o seguir avanzando con lo que aquello supusiese. Elegí la segunda opción.


Romperle la cabeza con aquella barra de metal fue lo mínimo que pude hacer. El señor Díaz me había retado a un duelo y, por ende, no pude hacer otra cosa que aceptarlo. Por eso les digo, señorías, que mis motivos son justificados. Es más, deberían darme las gracias.


Sinceramente, hay mucho gilipollas suelto.




 
 
 

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